
Por Anthony Almonte
Han transcurrido más de seis décadas desde la noche del 30 de mayo de 1961, cuando la figura más temida y poderosa de la República Dominicana, Rafael Leónidas Trujillo, fue abatida en una emboscada que marcó el fin de una de las dictaduras más largas y represivas de América Latina. Para comprender la magnitud de ese acontecimiento, es imprescindible situarse en el contexto político, social, económico y moral que vivía el país en aquel entonces.
Esta narración tiene como propósito reconstruir, a partir de fuentes como el periodista Bernard Diederich y testimonios de la época, los hechos de esa noche decisiva. No se trata de una novela ni de una dramatización al estilo de Mario Vargas Llosa, sino de un relato fundamentado en evidencias, que busca ofrecer al lector una visión crítica y detallada de los últimos minutos de vida del “Jefe”, como era conocido Trujillo, así como del operativo que condujo a su ajusticiamiento. Este relato también otorga protagonismo a quienes participaron directamente en aquel hecho: tanto al dictador como a los hombres que decidieron enfrentarlo, armados no solo con balas, sino con la firme convicción de cambiar el rumbo de la historia dominicana.
Han pasado 64 años desde aquel martes 30 de mayo, fecha en que la Iglesia católica celebraba las festividades de San Fernando, Santa Juana de Arco, San Anastasio, San Gabino, San Huberto y, como diría el poeta, “y otros tantos”.
Ahora nos disponemos a recrear la noche del magnicidio. Desde el enfoque periodístico de Bernard Diederich, quien viajó desde el vecino Haití tan pronto tuvo noticia de lo ocurrido.
Joaquín Balaguer nos dice que la última disposición del Jefe antes de salir del Palacio Presidencial fue indicarle a su secretario cómo deseaba que fuera el discurso que iba a pronunciar en la inauguración de la iglesia y las oficinas de los adventistas del Séptimo Día, ubicadas en el sector de Gazcue. Hecho esto, y antes de salir hacia su hacienda, pasó por la casa de su hija Angelita. Eran las 9:40 p.m., hora en que inició el viaje que emprendería sin retorno.
Aquella noche viajaba en un Chevrolet Bel Air que no era uno de los vehículos oficiales que solía utilizar. El capitán Zacarías de la Cruz, quien le había servido como chofer durante dieciocho años, lo conducía. Zacarías era un hombre duro, disciplinado y, sobre todo, callado; un servidor de absoluta confianza para el dictador. El vehículo estaba provisto de tres metralletas y varios revólveres: una especie de talismán protector, parte del viejo hábito de un tirano desconfiado. Trujillo se sentía seguro. Esa noche se había librado de muchas de las estrictas medidas de seguridad de costumbre. El destino de ese viaje era su casa favorita, la Hacienda Fundación. Lo que él creía que era una cita con una amante, resultaría ser una cita con la muerte.
Por la ubicación de la casa de Angelita y la ruta hacia la carretera de San Cristóbal, se deduce que el auto recorrió las diez cuadras de la avenida Máximo Gómez y dobló hacia el oeste, por la autopista que bordea la costa, rumbo a la Feria Ganadera.
El automóvil de Trujillo debía pasar frente al Teatro Agua y Luz, donde estaban apostados algunos de los conjurados en un Chevrolet negro. El teniente Amado García Guerrero fue el primero en identificar el vehículo de la víctima. En ese momento, comenzó la persecución. Las fuentes indican que Antonio Imbert Barrera conducía, Antonio de la Maza iba en el asiento delantero con una escopeta de cañón recortado apoyada en la puerta; detrás de él, Amado tenía una carabina M-1 y Salvador Estrella portaba un revólver.
Cuando el carro conducido por Imbert alcanzó el de Trujillo, hizo una señal lumínica pidiendo paso. Zacarías cedió el paso y los perseguidores se colocaron a la par. De la Maza colocó su escopeta a la altura de la ventana, apuntó al punto donde sospechaba que estaba la cabeza del dictador y disparó. La explosión dentro del vehículo fue ensordecedora; el humo de la pólvora lo cubrió todo.
Zacarías, al sentir el primer disparo y ver herido a Trujillo, intentó escapar de regreso a la capital. Trujillo se opuso: había que responder al fuego, y así lo hicieron. De la Maza se colocó en la parte trasera de su carro y comenzó a disparar contra el chofer. Imbert se deslizó por el asiento delantero y se unió a De la Maza en el pavimento, disparando su pistola calibre .45. Estrella y Amadito también disparaban desde el frente del vehículo.
Los conjurados, según relata Diederich, concentraron su fuego en la puerta del conductor, hiriendo a Zacarías varias veces en las piernas. Trujillo salió del asiento trasero y, junto al automóvil, disparó con su revólver calibre .38, avanzando lentamente.
En ese tiroteo, Trujillo recibió el impacto pleno de la descarga. Se inclinó hacia adelante y cayó de bruces, con un brazo extendido hacia la ciudad. En la otra mano todavía sostenía el revólver. Zacarías, habiendo agotado las dos metralletas del frente, logró salir del carro y sacar una metralleta Thompson del asiento trasero. Cuando intentaba usarla, una bala lo impactó en el cráneo.
De la Maza se acercó al cuerpo del Generalísimo, lo pateó con rabia en la espalda, le quitó el revólver de la mano y, en tono enérgico, dijo: “Este guaraguao ya no va a matar pollitos”. Apuntó el pequeño revólver y le dio el tiro de gracia. La bala penetró por la barbilla, fracturó la mandíbula, hizo saltar un puente dental y se alojó detrás del oído izquierdo.
El combate duró aproximadamente cuatro minutos. Una investigación posterior reveló que el vehículo en que viajaba Trujillo tenía 52 impactos de bala, diez de ellos en el parabrisas y uno en la batería. La puerta derecha estaba ensangrentada y el asiento trasero cubierto de vidrios rotos.
Los conjurados eran siete. Los cuatro que ocupaban el Chevrolet conducido por Imbert estaban heridos. Estrella y De la Maza tenían heridas superficiales en la cabeza, pero sangraban profusamente. Eran las 10:05 p.m. El “ajusticiamiento” había durado quince minutos.
En el Oldsmobile, conducido por Huáscar y que seguía al Chevrolet, iban Pastoriza y Amado García, exayudante de Trujillo, quien tenía una dolorosa herida en el tobillo. Como si narrara una radionovela, Diederich escribe:
“En la ensangrentada pista de concreto que habían dejado atrás, quedaban las señales de la batalla: el puente dental de Trujillo y su gorra militar, así como la pistola .45 de De la Maza, que estaba registrada a nombre de Juan Tomás.
La vaporización salina que se producía con fuerza en una depresión de los arrecifes de coral, haciendo un ruido triste, una especie de put puf, cubría las manchas de sangre con una fina película de agua marina. Entonces, un súbito y leve aguacero limpió la pista de la sangre de Trujillo”.
Esa leve llovizna no fue suficiente para borrar la sangre de treinta y un años de asesinatos, tortura, robo y estupro.
Referencia bibliográfica
Diederich, B. (1978). Trujillo: La muerte del dictador. Ediciones La Fundación Cultural Dominicana.
